Ese extraño oficio llamado Diplomacia.

Por: José Joaquín Gori Cabrera / Embajador de Carrera (r) de Colombia

Una discusión ya superada, pero no hace tanto como hubiera sido deseable, es si las mujeres eran aptas para el servicio diplomático. Son más que idóneas, saben adaptarse en medios hostiles y han mostrado poseer en abundancia los atributos de perspicacia, paciencia, persistencia, adaptación, persuasión y capacidad de análisis y ponderación, entre otras; y se asegura que saben mantener mejor la reserva de los asuntos delicados. Otro aspecto, que solo aparece por cierto candor, es la idea de que a ciertos países hay que mandar gente que se identifique localmente por razón de raza, costumbres o creencias. Esto, como el whisky Black and White, tiene puntos oscuros y claros, un claroscuro.

Un embajador es el encumbrado representante de un país en el exterior. La prima donna de la misión. El ‘mero mero’. Antaño llevaba la representación personal del soberano, y todavía hoy en día lo hace, pero en forma más simbólica; podía declarar la guerra o concertar alianzas, y actuaba en la corte, a donde solo tenían acceso los cortesanos. La práctica internacional le reconoce el derecho de audiencia, traducido en que puede solicitar por vía diplomática entrevista con el ministro de RR. EE. y con el propio jefe de Estado o de Gobierno, según el caso. En Colombia hay laxitud total en estas materias. Cualquier agente diplomático de los Estados Unidos tiene acceso a todos los estamentos e instancias del Estado. Pero eso es en Colombia, no en el resto del mundo. Para distinguir entre los diplomáticos de verdad y todo el resto de agentes gubernamentales de cualquier índole acreditados también como diplomáticos, los estadounidenses le agregan el calificativo de político al diplomático. Así, primer secretario político viene siendo un primer secretario de verdad.

El embajador no representa un fragmento del país sino el todo, a su gobierno, a sus gentes y a sus instituciones; no mira color político ni género, raza o condición. Una convención panamericana de 1928 deja en claro que representan a sus Estados y no a los gobiernos. Por ello debe medirse en su exacta dimensión la proposición de que al Caribe hay que enviar isleños o personajes de la costa; y África se reserva para afrodescendientes. Lo que por oposición significaría que a Europa se enviarán caucásicos, o los meros arios. Con el inconveniente de que aquí no los tenemos. Somos todos mestizos, a gran honor.

El ideal es que la representación diplomática se confíe a personas de todas las regiones, sin importar su género o condición. Colombianos de pura cepa; llanos, simples y cultivados en nuestra idiosincrasia. Que no se excluya a nadie por razón de su origen o vecindad, raza, género, identidad sexual o condición. Mal interpretada, la idea sería un semillero de problemas. Los países no se pueden encasillar por su simple ubicación geográfica o en consideración a factores étnicos, excluyendo lo sociopolítico.

Hay que enviar diplomáticos nativos y autóctonos. Si bailan joropo o tocan el tiple será un plus para algún aspecto de su labor, social, cultural, etc. Pero un embajador cumple otra esencial, que es la de informar, analizar y aconsejar a su gobierno. De poco le servirá desplegar encanto y seducción si desconoce los intereses del país y no puede aconsejar cursos de acción. Es más, hay dirigentes sagaces a quienes el formalismo y la cautela propia de los diplomáticos de carrera les viene bien para sopesar opciones; y en ocasiones, actuar en contravía. Churchill o De Gaulle eran de ese tipo de líderes.

Aquí siempre será tratado con respeto y simpatía un embajador de los EE. UU. que hable español trabado y se sienta virrey; del mismo modo que un francés denso, un británico flemático, un alemán intenso, un italiano radiante o un español conquistador. Al contrario, el que pretenda ser más colombiano que circo mejicano, impuntual y desenfadado, recibirá un trato ambivalente: bienvenido en lo personal pero carameleado en lo oficial. Un diplomático afectado por rasgos de otra nacionalidad, como un brasileño que hable a lo rioplatense y se crea Gardel tampoco inspirará confianza.

Las expectativas que pueden crearse serían un problema. Se ofenderán quienes consideren que por cualquier atadura tienen derecho a exigir una embajada. De contera, quizás, algún favorecido sentirá que fue discriminado por acción positiva; y los países de destino pueden sentirse incómodos, pues está implícita en la designación que el enviado diplomático es considerado uno de los suyos, no necesariamente uno de los nuestros. No les sabrá sabroso.

Nuestra diplomacia hacia el Caribe insular se reorientó hace cuatro décadas. No se escatimaron esfuerzos, pero lamentablemente la realidad política del país se impuso, y a los pocos años las embajadas que se habían abierto en puntos focales se asignaron a políticos regionales. Por experiencia directa supe de la inconformidad que causaron algunas actuaciones. Un candidato a embajador no sabía que el beneplácito es de gobierno a gobierno y pretendió tramitarlo personalmente. Otro envió sus Cartas Credenciales por correo. Uno no llegó el día anunciado porque lo retuvieron en viaje por un problema inmigratorio. Tuvimos un embajador pastor, que convirtió la residencia de la embajada en refugio de peregrinos. Una ministra de relaciones me aclaró que eso de tratarlos de «brothers» era para Bob Marley. «Ustedes deberían saber que vestirse de blanco de pies a cabeza se impuso en dictaduras tropicales. Aquí nos recuerda la esclavitud», agregó. ¿No informan sus embajadores que quienes se tumban en hamacas y creen que todo se maneja entre ron y ron son los turistas, no los caribeños? Hasta me reclamaron por un escritor que peroraba sobre las negritudes en una nación en donde existe un delicado equilibrio entre las comunidades indostanas y afrodescendientes.

Es deplorable que no sepamos respetar las jerarquías y el orden de las cosas. Vemos a diario que los medios tratan de embajador al encargado de negocios a. i. de los Estados Unidos, señor F. Palmieri, un diplomático cordial y afable. Las iniciales a. i. significan ad interim, latín por ‘interino’. Para los embajadores acreditados en Colombia puede resultar algo ofensivo el tratamiento que recibe quien no es su par. El diplomático tiene que saberlo, pues las reglas de su propio país establecen que un embajador confirmado por el Senado es el símbolo de la soberanía y lleva además la representación personal del jefe de Estado. En ningún otro país un encargado de negocios se atrevería a dejarse tratar de embajador, con portada en revistas (e. g., Semana). Que lo haga en el nuestro puede ser por condescendencia diplomática; muestra de que nos consideran folclóricos y pueblerinos.

El gobierno de Petro ha mostrado un loable talante democrático, que permite expresar opiniones para que los dirigentes puedan surfear sobre las distintas opciones. La magnífica idea de mejorar nuestra diplomacia ojalá se ejecute formando en la cancillería diplomáticos de todas las condiciones y de todas las regiones para que nos puedan representar en todos los rincones del mundo.

Por ahora, como dice la canción, «no te vistas, que no vas».

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