Por Diego Pinilla. Internacionalista UJTL.

“Después de 9 años la guerra en Irak acaba, los soldados van a empacar sus cosas y regresarán con sus cabezas en alto, orgullosos de su éxito” Con estas palabras, Barack Obama, anunciaba desde la Casa Blanca en octubre de 2011, el inminente retiro de las tropas de Estados Unidos que aun permanecían patrullando en Irak. Casi tres años después de pronunciar con júbilo el discurso de un país más seguro y autosuficiente, la incendiaria realidad del medio oriente ha obligado al gobierno de Estados Unidos a regresar a la zona para contrarrestar la nueva amenaza que se cierne sobre la región: el Estado Islámico (EI), un grupo terrorista que bajo la bandera del yihadismo transfronterizo autoproclamó un califato a base de terror y represión en una vasta zona entre Siria e Irak.
El autodenominado(EI) está dirigido por Abu Bakr Bagdadi, un extremo defensor de la sharia –la ley islámica- que se hace llamar el nuevo califa de todos los musulmanes, el cual intenta por la fuerza y con una red de más de 50.000 combatientes reconstruir los grandes imperios extintos del Medio Oriente.

En las últimas semanas, aprovechando la inestabilidad del Estado Iraquí y de sus débiles fuerzas militares, el (EI) ha tomado el control de importantes ciudades, entre ellas Mosul y Tikrit, donde los yihadistas se han apropiado de todo tipo de infraestructura clave para el funcionamiento del país, como la represa de Mosul en el río Tigris, y la refinería de Baiji. En su arrollador paso por el norte de Irak, las milicias se han ensañado también con las minorías religiosas por considerarlos infieles, entre ellas los cristianos y los Yazidíes; quienes han tenido que huir a las montañas de Sinjar para escapar de la sentencia proferida por los fundamentalistas del Estado Islámico, quedarse para convertirse al Islam, o ser ejecutados con sevicia.
La administración Obama tuvo que actuar, no podía mirar para otro lado como ocurre en Siria o en la Franja de Gaza, se trataba en este caso de afrontar las consecuencias de la intervención militar que desde 2003 destruyó la frágil cohesión gubernamental de Irak. Muerto el tirano de Saddam Hussein, se acabó la cohesión que existía bajo el régimen sanguinario, abriendo la caja de pandora que despertó diferencias irreconciliables entre sunnitas y chiitas, despedazando las fronteras territoriales hasta producir la anarquía.
Esta ausencia de poder, aprovechada por el Estado Islámico, generó preocupación en la Casa Blanca, que se vio obligada a intervenir atacando las posiciones de las milicias yihadistas para salvar la vida de cristianos y yazidíes. La estrategia no demanda personal estadounidense in situ, solo se realizan ataques aéreos con drones y se envía ayuda alimentaria. Sin embargo, y más allá de fines humanitarios, la acción también responde a la protección de los intereses económicos, es bien sabido que los Estados se mueven por intereses y no por principios, en este caso los mismos se encuentran en peligro.

Los yihadistas avanzan rápidamente hacia la ciudad de Erbil, capital de la región autónoma de Kurdistán iraquí, una zona vital. Es un enclave entre Irán, Irak, Siria y Turquía, un amortiguador natural en una zona de conflicto. Posee reservas por más de 45 millones de barriles de petróleo, más de 5 billones de metros cúbicos de gas natural, un crecimiento anual del 8% y un PIB 50% mayor al resto del país. Es sin duda una zona segura, alejada de la violencia sectaria, donde se establecieron consulados y las más importantes empresas del mundo, ávidos de aprovechar las riquezas del “nuevo Dubai”.

Intervenir y salvar al personal diplomático y contratista es una prioridad para los Estados Unidos, pero también lo es proteger la región del Kurdistán. Un verdadero oasis en medio de un Irak que cada vez se asemeja más a la definición de un estado fallido.

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